La barra de los tres golpes

En honor a la verdad, no era ése el único sistema de calefacción: a veces las aventuras terminaban con la corrida de los agentes de policía y entonces sí, subía al máximo la temperatura.

 

 

 

XIV

 

Gadea estaba próximo veinte años; alto, morocho, sólido, con su bigote ancho y espeso, tenía veleidades militares y las ponía en práctica.

Por aquel entonces, en la misma puerta de la escuela un hombre vendía unos grandes y magníficos mapas que medían fácilmente un metro y cuarto de ancho por unos sesenta centímetros de alto, impresos sobre papel grueso y fuerte, que se enrollaban bien. Su accesible precio, veinte centavos cada uno, había hecho posible que todos los compraran.

Gadea enrollaba el mapa por su lado más largo: lo sostenía por la parte inferior con la mano derecha apoyándolo sobre el hombro, como se fuera un mauser y marchaba a paso marcial las dos cuadras que lo separaban de Córdoba y Callao, donde tomaba el tranvía que lo llevaba a su hogar. Los demás que no tenían tanta virtud militar pero sí mucho deseo de jaranear, lo seguían con entusiasmo.

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