El último de los Mohicanos

Sin embargo, el comandante Heyward tan sólo se confundió al dejarse llevar más por su juvenil exceso de confianza que por su capacidad de observación. Nada más pasar la comitiva, las ramas de los mencionados arbustos se movieron ligeramente, y un rostro humano, tan fieramente salvaje como daba a entender la pintura que lo cubría, se asomó para vigilar la marcha de los viajeros. Una expresión de júbilo se formó sobre los oscuros rasgos pintados del habitante del bosque, a medida que estudiaba la ruta de sus potenciales víctimas, quienes confiadamente siguieron adelante; las formas ligeras y esbeltas de las féminas mezclándose con la de los árboles entre las sinuosas curvaturas del camino, seguidas por la viril figura de Heyward y, finalmente, la figura indefinida del maestro de canto, hasta que todos quedaron cubiertos por los innumerables troncos que, como oscuras bandas, se elevaban en medio de aquel lugar.







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