El último de los Mohicanos

No era así, sin embargo, con los del fuerte. Animados por las palabras y los estimulantes ejemplos de sus líderes, habían afianzado su valor y conservado su mítica reputación, todo ello con el empeño que les inculcaba el carácter de su comandante jefe. Como si estuviese satisfecho de tener que desfilar a través del bosque para encontrarse con su enemigo, el general francés —aunque de intachable fama como estratega— había dejado sin cobertura las montañas cercanas, desde las cuales los asediados pudieron haber sido exterminados fácilmente; algo que no se hubiera pasado por alto en las modernas tácticas de guerra practicadas por los americanos. Este desprecio por las pendientes, o mejor este miedo a tener que superarlas, era algo propio de las débiles estrategias bélicas de aquel periodo y dio origen a la simpleza de las contiendas indias, en las cuales, dada la naturaleza de los combates y la densidad de las áreas boscosas, las fortalezas fueron escasas y las piezas de artillería prácticamente inútiles. El descuido provocado por estas costumbres se prolongó hasta la guerra de revolución colonial y supuso la pérdida del fuerte de Ticonderoga, dejando paso al ejército de Burgoyne, para que pudiese penetrar en lo que entonces era el corazón del territorio. Ahora miramos atrás hacia esta ignorancia, o exceso de confianza, o lo que se quiera llamar, con gesto atónito, sabiendo que negar la importancia de un terreno elevado como el monte Defiance, cuyas dificultades de superación fueron excesivamente exageradas, resultaría fatal hoy en día para la reputación de un ingeniero que hubiese diseñado la construcción de una fortaleza al pie de la misma, así como para la de un general cuya responsabilidad fuera la de defenderla.

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