El último de los Mohicanos

Seguidamente, se desvaneció entre las hojas de los árboles. Duncan esperó un cierto tiempo, presa de la impaciencia, antes de poder divisarlo de nuevo. Apareció arrastrándose por el suelo, casi imperceptible a la vista por el color de sus prendas de vestir, situándose justo detrás del nativo. Cuando estuvo a escasos metros de él, se levantó lentamente y en silencio. En ese momento se oyeron varios chapuzones en el agua; Duncan pudo apreciar unas cien formas oscuras que se introducían, a la vez, en la corriente. Aferrándose a su fusil, dirigió su mirada de nuevo hacia el indio. Lejos de alarmarse, el confiado salvaje giró la cabeza de tal modo que parecía observar los movimientos acontecidos en el lago, cautivado por una especie de curiosidad ingenua. Mientras tanto, la mano de Ojo de halcón se cernía sobre él. De repente, sin ninguna razón aparente, el cazador se echó atrás, dejándose llevar por esas silenciosas carcajadas tan características en él. Cuando terminó de reírse, en vez de asaltar a su víctima por el cuello, le puso la mano levemente sobre su hombro y dijo en voz alta:

—¿Ahora qué, amigo? ¿Está enseñando a cantar a los castores?

—Incluso así —fue la respuesta—. Parecería que Aquél que les dio capacidad para mejorar no les negaría voces para ello si fuera necesario, y así poder también alabarle.

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