El último de los Mohicanos

La impaciencia de los salvajes que hacían guardia junto a la prisión de Uncas, como hemos visto, se había sobrepuesto al temor inculcado por el encantamiento del hechicero. Se acercaron cautelosamente hasta una grieta en la pared de la vivienda, a través de la cual se percibía la poca luz de la debilitada hoguera. Durante varios minutos confundieron la figura de David por la del prisionero; pero acabó ocurriendo lo que el explorador ya se había temido. Cansado de mantener encogidas tanto tiempo las extremidades de su larga persona, el cantante las estiró, haciendo que uno de sus pies tropezara con los incandescentes restos de la hoguera. En un primer momento, los hurones pensaron que el delaware había sido transformado, adquiriendo esa forma gracias a la brujería practicada. Pero cuando David volvió su cabeza —sin saber que le estaban observando—, y les dejó ver su rostro amable e ingenuo en lugar del endurecido semblante de su prisionero, ni siquiera el más supersticioso de los nativos se hubiera dejado llevar por el engaño. Se apresuraron a entrar en la choza, y tras agarrar con poca diplomacia a su cautivo, se cercioraron de la verdad de la maniobra efectuada. Entonces fine cuando se produjo el primero de los gritos oídos por los fugitivos. A éste le sucedieron otros, repletos de una furiosa y frenética sed de venganza. David, por otra parte, firmemente dispuesto a cubrir la retirada de sus amigos, estaba convencido de que había llegado su hora final. Ya sin su librillo y su pipa de entonación, su último recurso fue confiar en su memoria, la cual rara vez le fallaba en tales aspectos, y comenzó a entonar un himno fúnebre con tono fuerte y entusiasmado, con el cual pretendía suavizar su paso de este mundo al otro. Esto les hizo recordar a los indios su condición de enfermo, y le dejaron para alertar a todo el poblado como ya se ha descrito antes.

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