El último de los Mohicanos

—¿En qué idioma desea el prisionero hablar con el Manittou? —preguntó el patriarca, sin abrir los ojos.

—Al igual que sus antepasados —respondió Untas—; en la lengua de los delaware.

Ante tan repentina e inesperada respuesta, un grito apagado, aunque feroz, recorrió la multitud; un ruido similar al rugido de un león cuando le despiertan inoportunamente —por lo que podría tomarse como el presagio de su posterior furia—. El efecto fue igualmente contundente sobre el jefe, aunque éste lo demostró de un modo diferente. Se colocó una mano sobre los ojos, como si no quisiera presenciar tan vergonzoso espectáculo, mientras repetía las mismas palabras con su voz profunda y gutural:

—¡Un delaware! ¡He vivido lo suficiente como para ver a las tribus de los lenape huir de sus hogares y tener que refugiarse, divididas, en las colinas de los iroqueses! ¡He visto cómo las hachas de gentes extrañas segaron los bosques de los valles que habían sido perdonados por los vientos del cielo! He visto vivir en las casas de los hombres a las bestias que recorren las montañas y las aves que sobrevuelan los árboles; pero jamás me he encontrado a un delaware tan indeseable como para introducirse a escondidas, cual serpiente venenosa, en los campamentos de su nación.

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