Fue el que dejamos reseñado en el capÃtulo anterior el más horrendo de los delitos que, a favor de las tinieblas de la noche, se habÃan cometido dentro del vasto recinto de Londres; fue, entre todas las hazañas rufianescas cuyo vaho nauseabundo emponzoñó el suave ambiente de la mañana, la más cobarde y cruel.
El astro rey, que no sólo trae consigo la luz, sino también vida nueva, esperanza nueva y energÃa nueva al hombre, alzóse sobre la ciudad envolviéndola en hermosas nubes de gloria radiante. Sus rayos luminosos lo mismo penetraron a través de los costosos cristales de delicados colores que por los amarillentos vidrios remendados con papel, lo mismo inundaron los ventanales de las soberbias cúpulas de las catedrales que las grietas de las casuchas cuarteadas.
También iluminó la estancia en cuyo piso yacÃa el cadáver de la mujer asesinada. Bien hubiera querido el bárbaro matador cerrarle paso, desterrar la claridad de la escena de su crimen, pero pese a sus esfuerzos, la luz penetró a torrentes… ¡Espantosa era la escena la incierta luz del crepúsculo matutino, pero infinitamente más cuando el sol la bañaba con sus radiantes resplandores!