Aliocha condujo al starets a su dormitorio y lo sentó en su lecho. Era una reducida habitación sin más muebles que los indispensables. La cama era estrecha, de hierro, y una simple manta hacia las veces de colchón. En un rincón se veían varios iconos y un facistol en el que descansaban la cruz y el Evangelio. El starets se dejó caer, exhausto. Una vez sentado, miró fijamente a Aliocha, con gesto pensativo:
—Vete, querido, vete. Con Porfirio tengo suficiente ayuda. El padre abad lo necesita. Has de servir la mesa.
—Permitame que me quede —dijo Aliocha con voz suplicante.
—Allí haces más falta. No hay paz entre ellos. Servirás la mesa y serás útil. Si te asaltan los malos espíritus, reza. Has de saber, hijo mío —al starets le gustaba llamarle así—, que en el futuro te puesto no estará aquí. Acuérdate de esto, muchacho. Cuando Dios me haya juzgado digno de comparecer ante él, deja el monasterio, márchate en seguida.
Aliocha se estremeció.