Los hermanos Karamazov

CAPITULO VIII

TOMANDO EL COÑAC

La discusión había terminado, pero —cosa extraña— Fiodor Pavlovitch, tan alegre hasta entonces, se puso de pronto de mal humor. Se bebió una nueva copa que ya estaba de más.

—¡Marchaos, jesuitas; fuera de aquí! —gritó a los sirvientes—. Vete, Smerdiakov; recibirás la moneda de oro que te he prometido. No te aflijas, Grigori. Ve a reunirte con Marta; ella te consolará y te cuidará.

Y cuando los sirvientes se fueron, añadió:

—Estos canallas no le dejan a uno tranquilo. Smerdiakov viene ahora todos los días después de comer. Eres tú quien lo atraes. Alguna carantoña le habrás hecho.

—Nada de eso —repuso Iván Fiodor Pavlovitch—. Es que le ha dado por respetarme. Es un granuja. Formará parte de la vanguardia cuando llegue el momento.

—¿De la vanguardia?

—Sí. Habrá otros mejores, pero también muchos como él.

—¿Cuándo llegará ese momento?

—El cohete arderá, pero no hasta el fin. Por ahora, el pueblo no presta atención a estos marmitones.

—Desde luego, esta burra de Balaam no cesa de pensar, y sabe Dios adónde le llevarán sus pensamientos.

—Almacena ideas —observó Iván sonriendo.

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