Los hermanos Karamazov

AL AIRE LIBRE

—Aquí el aire es puro. En cambio, en nuestra habitación no lo es, en ningún concepto. Andemos un poco, señor. Me encantaría atraerme su interés.

—Tengo algo importante que decirle —manifestó Aliocha—. Pero no sé cómo empezar.

—Lo sospechaba. No era lógico que hubiera venido usted únicamente para quejarse de mi hijo. A propósito: en casa no he querido describirle la escena y voy a hacerlo ahora. Verá usted. Hace ocho días, el «estropajo» estaba más poblado.

Me refiero a mi barba; la llaman así, sobre todo los chiquillos. Pues bien, cuando su hermano me cogió de la barba y me arrastró hasta en medio de la calle y allí siguió zarandeándome, todo por una nimiedad, era precisamente la hora en que los niños salían del colégio, y con ellos iba Iliucha. Apenas me vio en una situación tan desdichada, vino hacia mí gritando: « ¡Papá, papá! » Se abraza a mí, me aprieta, pretende libertarme, grita a mi agresor: « ¡Déjelo, déjelo! ¡Es mi padre!

¡Perdónelo!» Y lo rodeó con sus bracitos y le besó la mano, la misma mano que...

Jamás olvidaré la expresión que tenía su carita en aquel momento.

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