La Ilíada

586 —Sufre, madre mía, y sopórtalo todo, aunque estés afligida; que a ti, tan querida, no lo vean mis ojos apaleada sin que pueda socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya otra vez que quise defenderte me asió por el pie y me arrojó de los divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sintíes me recogieron tan pronto como hube caído.

595 Así dijo. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos; y, sonriente aún, tomó la copa que su hijo le presentaba. Hefesto se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo de la crátera; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados dioses viendo con qué afán los servía en el palacio.

601 Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban alternando.

605 Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios, que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.

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