En las montañas de la locura

A gran altura, cuando cruzamos la cordillera, el cielo se mostraba indudablemente corrompido por extraños vapores y enormemente perturbado, y, aunque no vi bien el cenit, puedo imaginar que los remolinos de polvo de ‘hielo pudieron llegar a adoptar extrañas formas. La imaginación, sabedora de lo vivamente que las escenas distantes pueden refiejarse, refractarse y ampliarse a veces en tales capas de alborotadoras nubes, bien pudo hacer el resto, y, naturalmente, Danforth no insinuó ninguno de estos horrores concretos hasta después de que su memoria pudo inspirarse en pasadas lecturas. No es posible que le fuera dado ver tantas cosas con tan sólo una fugaz ojeada.

Por entonces todos sus desvaríos no pasaban de repetir una palabra única e insensata, de origen más que evidente: «Tekeli-li, Tekeli-li.»

FIN

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