Justine

Advertencia del editor

Nuestros antepasados, para atraer el interés de sus lectores, recurrían en su tiempo a magos, a genios malos y otros muchos personajes fabulosos a los que, según se creían autorizados, atribuir todos los vicios que necesitaban para el éxito de sus novelas. Pero ya que, desdichadamente para la humanidad, existe una clase de hombres en la que la peligrosa inclinación al libertinaje determina unas maldades tan horribles como aquellas con que los autores antiguos ennegrecían fabulosamente a sus ogros y sus gigantes, ¿por qué no preferir la naturaleza a la fábula? ¿Y por qué rehusar los más hermosos efectos dramáticos, por el temor de no atreverse a hollar este camino? ¿Temeremos desvelar unos crímenes que parecen hechos para no salir jamás de las tinieblas? ¡Ay!, ¿quién los desconoce en nuestros días? Las sirvientas los cuentan a los niños, las muchachas de vida alegre enardecen con ellos la imaginación de sus clientes, y por una muy culpable imprudencia, los magistrados, alegando un falsísimo amor al orden, osan manchar con ellos los anales de Temis. ¿Qué retendría, pues, al novelista? ¿Todas las especies de vicios imaginables, todos los crímenes posibles no están a su disposición? ¿No tiene derecho a describirlos todos para hacerlos detestables ante los hombres? ¡Ay de aquellos a quienes las escenas de Justine podrían corromper! Pero que no se nos acuse de ello; sea cual fuere el camino que nosotros hubiéramos tomado, no serían ellos mejores: hay un tipo de personas para quienes la misma virtud es un veneno.

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