Los dos transportes, que se veían, en, la Imposibilidad de oponer la menor resistencia, pues tan: sólo poseían piezas de artillería ligera, completamente inofensivas contra la poderosa coraza del corsario, obedecieron inmediatamente y bajaron las banderas.
En la cubierta de aquellos dos barcos, reinaba una confusión indescriptible. Los soldados, que serían unos trescientos o cuatrocientos, corrían alocados por los puentes y se agolpaban en derredor de las chalupas, creyendo que el crucero iba a hundirlos.
-¡Os concedo dos horas para desocupar los barcos! -dijo el Tigre de Malasia nuevamente -. ¡Transcurrido ese tiempo, abriré el fuego! ¡Obedeced!
Las islas Romades se hallaban a unos cuantos kilómetros de distancia, mostrando sus costas, desiertas por completo y flanqueadas por abundantes bancos de arena y escolleras.
Los comandantes de ambos barcos, después de un breve consejo, habían contestado:
-¡Cedemos ante la fuerza para evitar una matanza inútil!
En seguida fueron echadas al agua todas las chalupas disponibles, tan cargadas de soldados, que parecía que iban a hundirse, pues todos se apresuraban a embarcar por temor a que el corsario rompiese el fuego.