Sandokan el Rey del Mar

Yáñez, con el inseparable cigarro entre los labios, y Sandokán, sombrío e inmóvil, presenciaban tranquilamente aquel terrible espectáculo, sin que un solo músculo de su fisonomía se alterase. Tan sólo cuando algún proyectil daba de lleno en un barco enemigo, manifestaban su satisfacción con una chupada más vigorosa el primero, y con un simple movimiento de cabeza el segundo. A bordo, el estruendo era espantoso.

Torrentes de fuego salían por las aspilleras de las torrecillas y por los contracantiles de las baterías; nubes de humo envolvían los costados del poderoso buque.

El Rey del Mar huía con rapidez de vértigo, sustrayéndose al temible cerco en que quería encerrarle la escuadra y dejando tras de sí columnas de humo y de chispas.

El crucero pasó, como si fuera un proyectil, por entre dos barcos que pretendían cogerle, disparándoles dos tremendas andanadas y protegiéndose con las dos piezas de popa.

La escuadra aliada, impotente, por su menor velocidad, de cazarle, se iba quedando a retaguardia, aun cuando navegaba a todo lo que daban sus máquinas. Las bayas ya no llegaban hasta el puente del crucero.

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