Un viejo cabo de cañón, de larga barba canosa y espaldas cuadradas se adelantó, marchando con ese peculiarísimo balanceo de los viejos lobos de mar.
-El capitán que nos ha vendido este barco me ha dicho que eres un artillero famoso -dijo Sandokán, mientras el nostramo se quitaba de la boca un pedazo de cigarro que estaba masticando, después de lo cual saludó gravemente.
-Los ojos todavía los tengo buenos, comandante -contestó el viejo.
-¿Serías capaz de enviar una bala a aquel curioso que trata de aproximarse a nosotros? Si le alcanzas y le echas a pique, tendrás cien dólares de premio.
-No necesito más, comandante, sino que mande usted detenerse al Rey del Mar durante unos cinco minutos.
-Te pido un tiro de maestro.
-¡Probaremos, comandante!
El punto negro, que se había convertido ya en una raya muy visible, entraba entonces en la segunda zona fosforescente.
-¿Lo ves? -le preguntó Sandokán.
-Debe de ser una de esas máquinas que han inventado mis compatriotas y que llevan un torpedo fijo en el asta -dijo el viejo -. Si se acercan son peligrosos.