La tempestad

PRÓSPERO.— Vengamos a las condiciones. El rey de Nápoles, inveterado enemigo mío, atendió la impresión de mi hermano, la cual consistía en que él, a cambio de concesiones de homenaje y de no sé qué tributo, me arrojase a mí y a los míos del ducado y confiriese el hermoso Milán con todos los honores a mi hermano. Acto seguido levantóse un ejército de traidores; una noche, la señalada para la ejecución, Antonio abrió las puertas de Milán y, en medio del horror de las tinieblas, los comisionados de sus proyectos arrancáronme de allí a mí, y a ti misma, que gritabas.

MIRANDA.— ¡Ay! ¡Por piedad! Yo ahora, no recordando cómo grité entonces, quisiera gritar de nuevo. Es una sugestión que hace afluir las lágrimas a los ojos.

PRÓSPERO.— Escucha un poco todavía, e iré a parar a lo que en este instante nos ocupa, sin lo cual mi narración fuera harto impertinente.

MIRANDA.— ¿Cómo no os hicieron perecer en tal momento?



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