Viaje al centro de la tierra

—Si realmente son tan inteligentes, no tratarán de pasar —dije yo—. En todo caso, yo me encargo de suplir su falta de inteligencia.

Pero mi tío no quería esperar y hostigó su caballo hacia la orilla. El animal fue a husmear la última ondulación de las olas y se detuvo. El profesor, que también tenía su instinto, quiso obligarlo a pasar, pero el bruto se negó a obedecerle, moviendo la cabeza. A los juramentos y latigazos de mi tío contestó encabritándose la bestia, faltando poco para que despidiese al jinete: y por fin el caballejo, doblando los corvejones, se escurrió de entre las piernas del profesor, dejándole plantado sobre dos piedras de la orilla como el coloso de Rodas.

—¡Ah! ¡maldito animal! —exclamó encolerizado el jinete transformado inopinadamente en peatón, y avergonzado como un oficial de caballería que se viese convertido en infante de improviso.

Farja —dijo nuestro guía, tocándole en el hombro.

—¡Cómo! ¿Una barca?

Der —respondió Hans mostrándole una embarcación.

—Sí —exclamé yo—, hay una barca.

—Pues, hombre, ¡haberlo dicho! Está bien, prosigamos.

Tidvatten —replicó el guía.

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