Viaje al centro de la tierra

Mi tío anotaba cada hora las indicaciones de la brújula, del cronómetro del manómetro y del termómetro, las mismas que ha publicado en la narración científica de su viaje: de suerte que podía fácilmente darse cuenta de su situación. Cuando me dijo que nos hallábamos a una distancia horizontal de cincuenta leguas, no pude reprimir una exclamación.

—¿Qué tienes? —me preguntó.

—Nada; pero me asalta una idea.

—¿Qué idea es esa, hijo mío?

—Que si sus cálculos de usted son exactos, no nos hayamos ya bajo el suelo de Islandia.

—¿Lo crees así?

—Bien fácil es comprobarlo.

Tomé con el compás mis medidas sobre el mapa, y dije en seguida a mi tío:

—No me engañaba, no; hemos rebasado el Cabo Portland, y estas cincuenta leguas caminadas hacia el Sudeste nos sitúan en pleno Océano.

—¡Debajo del Océano! —replicó mi tío—, frotándose las manos.

—De suerte —añadí yo—, que el Océano se extiende sobre nuestras cabezas.

—¿Y qué tiene de extraño? No es ninguna cosa nueva. ¿No hay en Newcastle minas de carbón que avanzan por debajo del agua?

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