Viaje al centro de la tierra

Quise hablar en alta voz, pero sólo enronquecidos acentos salieron de mis labios ardorosos. Jadeaba.

En medio de mis angustias, vino un nuevo terror a apoderarse de mi espíritu. Mi lámpara, en mi caída, se había estropeado, y no tenía manera de repararla. Su luz palidecía por momentos e iba a faltarme del todo.

Veía debilitarse la corriente luminosa dentro del serpentín del aparato. Una procesión fatídica de sombras movedizas se desfiló a lo largo de las obscuras paredes, y no me atreví ni a pestañear, temiendo perder el menor átomo de la fugitiva claridad. Por instantes creía se iba a extinguir y que la obscuridad me circundaba.

Por fin lució en la lámpara un último resplandor. Lo seguí, lo aspiré con la mirada, reconcentré sobre él todo el poder de mis ojos, cual si fuese la última sensación de luz que les fuera dado gozar, y quedé sumergido en las más espantosas tinieblas.

¡Qué grito tan terrible se escapó de mi pecho! Sobre la superficie de la tierra, en las noches más tenebrosas, la luz no abandona jamás sus derechos por completo; se difunde, se sutiliza, pero, por poca que quede, acaba por percibirla la retina. Allí, nada. La obscuridad absoluta hacía de mí un ciego en toda la acepción de la palabra.

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