Viaje al centro de la tierra

La galería era ancha, cual ya me había figurado. Nuestra insuficiente luz no nos permitía ver sus dos paredes a un tiempo. La pendiente de las aguas que nos arrastraban excedía a la de los rápidos más insuperables de América; su superficie parecía formada por un haz de flechas líquidas, lanzadas con extremada violencia. No encuentro otra comparación que exprese mejor mi idea. La balsa corría a veces dando vueltas, al impulso de ciertos remolinos. Cuando se aproximaba a las paredes de la galería, acercaba a ellas la linterna, y su luz me permitía apreciar la velocidad que llevábamos al ver que los salientes de las rocas trazaban líneas continuas, de suerte que nos hallábamos, al parecer, encerrados en una red de líneas movedizas. Calculé que nuestra velocidad debía ser de treinta leguas por hora.

Mi tío y yo nos mirábamos con inquietud, agarrados al trozo de mástil que quedaba, pues, en el momento de la explosión, este último se había roto en dos pedazos. Marchábamos con la espalda vuelta al aire, para que no nos asfixiase la rapidez de un movimiento que ningún poder humano podía contrarrestar.

Las horas, entretanto, transcurrían, y la situación no cambiaba, hasta que un nuevo incidente vino a complicarla.

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