Viaje al centro de la tierra

—¡Oh, qué viaje! ¡Qué maravilloso viaje! ¡Entrar por un volcán y salir por otro, situado a más de 1.200 leguas del Sneffels, de aquel árido país de Islandia, enclavado en los confines del mundo! Los azares de la expedición nos habían transportado al seno de las más armoniosas comarcas de la tierra. Habíamos trocado la región de las nieves eternas por la de la verdura infinita, y abandonado las nieblas cenicientas de las zonas heladas para venir a cobijarnos bajo el cielo azul de Sicilia.

Después de una deliciosa comida compuesta de frutas y agua fresca, volvimos a ponernos en marcha con dirección al puerto de Estrómboli.

No nos pareció prudente divulgar la manera cómo habíamos llegado a la isla: el espíritu supersticioso de los italianos no hubiera visto en nosotros otra cosa que demonios vomitados por las entrañas del infierno: así que nos resignamos a posar por pobres náufragos. Era menos gloriosa, pero mucho más seguro.

Por el camino, oí murmurar a mi tío:

—¡Pero esa brújula! ¡Esa brújula que señalaba el Norte! ¿Cómo explicarse este hecho?

—A fe mía —dije yo con el mayor desdén—, que no vale la pena que nos devanemos los sesos tratando de buscarle una explicación.

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