De esa sombra me había separado,
y seguía los pasos de mi guía,
cuando detrás de mí, su dedo alzando,
una gritó: «iMirad, que no iluminan
los rayos a la izquierda del de abajo,
y cual vivo parece comportarse!»
Volví los ojos al oír aquello,
y los vi que miraban asombrados,
sólo a mí, y a la luz que interceptaba.
«¿Tú ánimo por qué se enreda tanto
—dijo el maestro— que el andar retardas?
¿qué te importa lo que esos cuchichean?
Deja hablar a la gente y ven conmigo:
sé como aquella torre que no tiembla
nunca su cima aunque los vientos soplen;
pues aquel en quien bulle un pensamiento
sobre otro pensamiento, se extravía,
porque el fuego del uno ablanda al otro.»
¿Qué podía decir si no: « Ya voy»?
Díjelo, más cubriéndome el color
que digno de perdón al hombre vuelve.
Mientras tanto a través de la ladera
una gente venía hacia nosotros,
cantando el «Miserere», verso a verso.
Cuando notaron que ocasión no daba
de atravesar los rayos con mi cuerpo,
por un gran «Oh» cambiaron su cantiga;