Esa sed natural que no se aplaca
sino con aquel agua que la joven
samaritana pidió como gracia,
me apenaba, y punzábarne la prisa
por la difícil senda tras mi guía
doliéndome con la justa venganza.
Y he aquí que, como escribe Lucas
que a dos en el camino vino Cristo,
salido de la boca del sepulcro,
apareció una sombra detrás de nosotros,
al pie mirando la turba yacente;
y antes de percatamos de él, nos dijo:
«Oh hermanos míos, Dios os de la paz».
Nos volvimos de súbito, y Virgilio
le devolvió el saludo que se debe.
Dijo después: «En la corte beata,
en paz te ponga aquel veraz concilio,
que en el exilio eterno me relega.»
«¡Cómo! —nos dijo, caminando aprisa—:
¿si sombras sois que aquí Dios no destina,
quién os ha hecho subir por su escalera?»
Y mi doctor: «Si miras las señales
que éste lleva, y que un ángel ha marcado
verás que puede irse con los buenos.
Mas como la que hila día y noche
no le había acabado aún la husada
que Cloto impone y a todos apresta,