Oh pequeña nobleza de la sangre,
que de ti se gloríen aquí abajo
las gentes donde es débil nuestro afecto,
nunca habrá de admirarme: porque donde
el apetito nuestro no se tuerce,
digo en el cielo, yo me glorié.
Eres un manto que pronto se acorta:
tal que, si no se agranda día a día,
el tiempo va en redor con las tijeras.
Con el «vos» que primero sufrió Roma,
y que sus descendientes no conservan,
comenzaron de nuevo mis palabras;
por lo cual Beatriz, que estaba aparte
la que tosió, al reírse parecía,
al primer fallo escrito de Ginebra.
Yo le dije: «Vos sois el padre mío;
vos infundís aliento a mis palabras;
vos me eleváis, y soy más que yo mismo.
Por tantos cauces llena la alegría
mi mente, y de sí misma se recrea
pues soportarlo puede sin fatiga.
Habladme pues, mi caro antecesor,
de los mayores vuestros y los años
que dejaron su huella en vuestra infancia;
decidme cómo era en aquel tiempo
el redil de san Juan, y quiénes eran
los dignos de los puestos elevados.»