Sábado, 17
GAROFFI estaba hoy muy atemorizado, esperando una regañina del maestro; pero el maestro no ha asistido y, como faltaba también el suplente, ha venido a dar la clase la señora Cromi, la más vieja de las maestras, que tiene dos hijos mayores y ha enseñado a leer y a escribir a muchas señoras que ahora van a llevar a sus niños a la escuela Baretti. Hoy estaba triste porque tenía un hijo enfermo. Apenas la vieron, empezaron a meter ruido. Pero ella, con voz pausada y serena, dijo:
—Respetad mis canas; yo casi no soy ya una maestra, sino una madre.
Y entonces ninguno se atrevió a hablar más, ni siquiera aquel alma de cántaro de Franti, que se contentó con hacerle burla sin que lo viera. A la clase de la señora Cromi mandaron a la señora Delcati, maestra de mi hermano; y al puesto de ésta, a la que llaman la monjita, porque va siempre vestida de oscuro, con una falda negra; su cara es pequeña y la voz tan gangosa, que parece está murmurando oraciones.
—Y es cosa que no se comprende —dice mi madre—: tan suave y tan tímida, con aquel hilito de voz siempre igual, que apenas suena, sin incomodarse nunca; y, sin embargo, los niños están tan quietos, que no se les oye, y hasta los más atrevidos inclinan la cabeza en cuanto les amenaza con el dedo; parece una iglesia su clase, y por eso también la llaman la monjita.