Martes, 17
ESTA tarde, a las dos, apenas habÃamos entrado en clase, llamó el maestro a Derossi, que se puso junto a la mesa, frente a nosotros, empezando a decir con acento sonoro, alzando cada vez más su clara voz y animándose progresivamente:
«Hace ahora cuatro años, tal dÃa como hoy y a la misma hora, llegaba delante del Panteón, en Roma, el carro fúnebre con el cadáver de VÃctor Manuel II, primer rey de Italia, muerto después de veintinueve años de reinado, durante los cuales la gran patria italiana, fragmentada en siete Estados, oprimida por extranjeros y tiranos, quedó constituida en uno solo, independiente y libre, tras veintinueve años de reinado que él habÃa ilustrado y dignificado con su valor, con su lealtad, con su sangre frÃa en los peligros, con la prudencia en los triunfos y la constancia en la adversidad.
Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras haber recorrido toda Roma bajo una lluvia de flores, en medio del silencio de una inmensa multitud afligida, procedente de todas partes de Italia, precedido por un numeroso grupo de generales, de ministros y de prÃncipes, seguido por un cortejo de inválidos y mutilados de guerra, de un bosque de banderas, de los representantes de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado del poderÃo y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante el augusto templo en el que le esperaba la tumba.