¡Nunca me habÃa imaginado que fuese tan digna de verse una escuela nocturna! HabÃa muchachos de doce años en adelante, y hombres con barba que volvÃan del trabajo, llevando libros y cuadernos. Eran carpinteros, fogoneros con la cara ennegrecida, albañiles con las manos blancas, mozos de panaderÃa con el pelo enharinado; se notaba olor a barniz, a cuero, a pez, olores de todos los oficios. También entró un grupo de obreros de la Maestranza de ArtillerÃa, uniformados, mandados por el cabo. Todos ocupaban seguidamente su sitio en los bancos, quitaban el travesaño donde nosotros ponemos los pies y enseguida inclinaban su cabeza sobre el trabajo escolar. Algunos se acercaban al maestro para pedirle explicaciones, llevando los cuadernos abiertos. Vi al maestro joven y bien vestido, al que llaman «el abogadillo», con tres o cuatro obreros alrededor de su mesa, y hacÃa correcciones con la pluma; también estaba allà el maestro cojo, que se reÃa con un tintorero que le habÃa llevado un cuaderno manchado de tinta roja y azul. Asimismo daba clase mi maestro, ya curado, que mañana volverá a encargarse de nosotros.
Las puertas de las aulas estaban abiertas. Me quedé admirado cuando empezaron las clases viendo lo atentos y quietos que estaban todos, oyendo sin pestañear las explicaciones de los maestros, a pesar de que, según nos dijo el Director, la mayorÃa no habÃa ido a casa a comer algo, por lo que debÃan sentir hambre.