—Unos compañeros de Antonio, que le traemos tres naranjas.
—¡Ah, pobre Antoñito! —exclamó el albañil moviendo la cabeza—, me temo que no las pueda comer —y se enjugó los ojos con el revés de la mano.
Nos hizo pasar. Entramos en su cuarto a tejavana, donde vimos al albañilito tendido en una camita de hierro; su madre estaba junto a él con la cara entre las manos y apenas se volvió para mirarnos. En la pared habÃa algunas escobillas de encalar, un pico y una criba; a los pies del enfermo estaba extendida la chaqueta del albañil, blanca de yeso. El pobre muchacho aparecÃa demacrado, muy pálido, con la nariz afilada, y respiraba con dificultad. ¡Oh, querido Antoñito, tan bueno y alegre, compañerito mÃo! ¡Cuánto hubiera dado por volver a verle poner el hocico de liebre, pobre albañilito! Garrone le dejó una naranja en la almohada, junto a la cara: su olor le despertó, la tomó enseguida, pero la soltó y miró fijamente a Garrone.
—Soy yo —dijo éste—, Garrone. ¿Me conoces?
Él le dirigió una sonrisa apenas perceptible, levantó con dificultad su corta mano y se la presentó a Garrone, que la estrechó entre las suyas y apoyó en ella una mejilla, diciéndole:
—¡Animo, ánimo, albañilito! Pronto estarás bien, volverás a la escuela y el maestro te pondrá a mi lado. ¿Te parece bien?