Pero el albañilito no respondió. La madre prorrumpió en sollozos:
—¡Pobre Antoñito mío, tan bueno y trabajador y el Señor me lo quiere llevar!
—¡Cállate! —le gritó el albañil con desesperación—. ¡Cállate, por el amor de Dios, si no quieres que pierda la cabeza! —Luego, dirigiéndose a nosotros, añadió—: ¡Marchaos, marchaos, muchachos, y muchas gracias por vuestra visita! ¿Qué podéis hacer ya aquí? Os lo agradezco; pero volved a vuestra casa.
El muchacho había cerrado de nuevo los ojos y parecía muerto.
—¿No quiere que le haga algún recado? —preguntó Garrone al padre.
—No, buen muchacho, gracias —respondió el albañil—; marchaos a casa, pues tal vez os estén esperando.
Y diciendo esto, nos dirigió hacia la escalera y cerró la puerta.
Pero cuando íbamos por la mitad de los escalones, oímos llamar:
—¡Garrone, Garrone!
Subimos rápidamente los tres.