—Es extraño —decía con dolor en su lecho de muerte—; ya no sé ni puedo leer.
Mientras le sacaban sangre, decía imperiosamente:
—Curadme; mi mente se nubla y necesito estar en posesión de todas mis facultades para ocuparme de graves asuntos.
Estando ya en sus últimos momentos, cuando toda la ciudad se sentía consternada y el mismo Rey no se apartaba de su cabecera, todavía decía con gran afán:
—Tengo muchas cosas que deciros, Majestad; pero me encuentro muy mal y no puedo, no puedo —y se acongojaba.
Su pensamiento febril no se apartaba de los asuntos de Estado, de las provincias italianas que se habían unido a nosotros y de las muchas cosas que quedaban por hacer. En sus delirios decía:
—¡Educad a la infancia y a la juventud…! Gobiérnese con libertad.
El delirio aumentaba, la muerte le sobrevenía y aun invocaba con ardientes palabras al general Garibaldi, con el cual había tenido ciertas discrepancias, y nombraba con frenesí Venecia y Roma, que todavía no eran libres; tenía vastas visiones sobre Italia y Europa; soñaba con una invasión extranjera, preguntaba dónde estaban los cuerpos del ejército y los generales; aun temía por nosotros, por su pueblo.