Su mayor pena, ya lo comprenderás, no era morir, sino la imposibilidad de dirigir la Patria, que todavÃa lo necesitaba y por la cual habÃa consumido en pocos años las desmedidas fuerzas de su prodigioso organismo. Murió con el grito de batalla en su garganta, y su muerte tuvo la grandeza que correspondÃa a su admirable existencia.
Piensa, Enrique, qué representa nuestro trabajo, por mucho que nos pese, qué son nuestras penalidades y nuestra misma muerte, en comparación de los trabajos, de los formidables afanes, de las tremendas congojas de los hombres sobre cuyo corazón gravita la responsabilidad de una nación y aun de todo un mundo. Piensa en eso, hijo mÃo, cuando pases por delante de la imagen de mármol y dile de todo corazón: «¡Gloria a ti!»
TU PADRE