Corazón

Nos hemos divertido mucho oyéndola, y, gracias a ella, mi hermanito se ha tomado la medicina que en un principio no quería ingerir. Cuánta paciencia deben tener con los parvulitos, sin dientes en la boca, como los ancianos, que no saben pronunciar erre, ni ajo; la clase resulta un guirigay: el uno tose, el otro echa sangre por la nariz, hay quien pierde los zapatitos debajo del banco, otro chilla porque se ha pinchado su manecita de manteca, o por otra cosa cualquiera. Apenas pueden estar unos minutos atentos. ¡Qué trabajo más pesado tener cincuenta o más criaturas encerradas en un aula, que no saben estarse quietos ni hacer nada ellas solas! Hay madres que quisieran que a sus hijitos de tres y cuatro años les enseñasen a leer y escribir; pero con justa razón no les hacen caso las maestras, y les enseñan muchas cosas convenientes fuera de eso, pero como jugando.

Los peques llevan en los bolsillitos terrones de azúcar, botones, tapones de botella, pedacitos de tejos, toda clase de menudencias que la maestra busca y no siempre encuentra porque saben esconderlas hasta en los sitios más inverosímiles, incluso en el calzado.

Una maestra de parvulitos debe hacer de mamá con esa gentecilla, ayudarles a vestirse, vendarles las heriditas que se producen o que se hacen unos a otros en sus frecuentes riñas y peleas, recoger las gorritas que tiran, cuidar de que no cambien los abriguitos, pues luego todo son rabietas y lloros.

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