Volvà a ver con alegrÃa el amplio zaguán de la planta baja al que dan las puertas de siete aulas, por donde habÃa pasado casi todos los dÃas durante tres años. Estaba repleto de gente. Las maestras de los pequeños iban y venÃan en todas direcciones. La que habÃa sido mi profesora dos años antes me saludó desde la puerta de su clase, añadiéndome:
—Enrique, este año vas al piso de arriba, y ni siquiera te veré pasar.
Habló mirándome con aire entristecido.
El Director estaba rodeado por mujeres que le instaban a que admitiera a sus hijos, no matriculados por falta de espacio. Me pareció que tenÃa la barba algo más canosa que el año pasado. Encontré a algunos chicos más altos y fuertes que al terminar el curso.
En la planta baja ya se habÃa hecho la distribución de los escolares; habÃa pequeñines que no querÃan entrar en el aula y se encabritaban como potrillos, debiéndoseles forzar para que pasasen al interior; pero algunos se escapaban de los bancos que les habÃan asignado y otros rompÃan a llorar en cuanto sus padres o acompañantes se marchaban, quienes volvÃan para consolarlos o hacerlos sentar nuevamente. Con esto las maestras se desesperaban. Mi hermanito se quedó en la clase de la maestra Delcati, y yo en la del maestro Perboni, situada en el piso principal.