Lunes, 5
AYER fui a pasear por la ronda de Rívoli con Votini y su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa, vimos a Stardi, el que no permite que le distraigan en clase, parado, muy tieso, delante del escaparate de una librería con los ojos fijos en un mapa. Sabe Dios desde cuándo estaría allí, porque estudia hasta en la calle; apenas sí nos devolvió el saludo que le dirigimos.
Votini, como siempre, iba muy elegante, quizás demasiado; llevaba botas de tafilete con pespuntes encarnados, un traje con bordaduras y borlitas de seda, un sombrero de castor blanco y reloj. ¡Había que ver el postín que se daba el chico! Pero esta vez iba a acabar mal su vanidad.
Después de haber andado buen trecho por una calle, dejando muy atrás a su padre, que andaba despacio, nos detuvimos en un banco de piedra, junto a un chico modestamente vestido, que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza gacha. Un hombre, que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico.
Nos sentamos. Votini se puso entre aquel chico y yo. De pronto se acordó de que iba muy majo y quiso que le admirara y envidiara su vecino.
Levantó un pie y me dijo:
—¿Te has fijado en mis botas de militar?
Lo dijo para llamar la atención del otro chico. Pero éste no miró.