Corazón

Entonces bajó el pie, y me enseñó las borlitas de seda, diciéndome, mirando de reojo al desconocido, que no terminaban de gustarle y que prefería botones de plata. Pero el otro chico tampoco se fijó en las borlitas.

Votini se puso a hacer girar sobre la punta del dedo índice su precioso sombrero de castor blanco. Mas el otro parecía que lo hiciese adrede y ni siquiera se dignó dirigir una mirada al sombrero.

Votini empezaba a enfadarse, sacó el reloj, lo abrió y me enseñó la maquinaria. Tampoco volvió esta vez la cabeza el vecino del banco.

—¿Es de plata dorada? —le pregunté.

—No, hombre —me respondió—. Es de oro.

—Pero no será todo de oro —le repuse—; tendrá también algo de plata.

—¡No, no! —replicó; y para obligar al otro chico a mirar, le puso el reloj delante de sus ojos, diciéndole:

—Oye, tú, fíjate, ¿verdad que es de oro?

El interpelado respondió secamente:

—No lo sé.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Votini lleno de rabia—. ¡Qué soberbia! Mientras decía esto, llegó su padre, que había oído su expresión. Miró fijamente al niño desconocido y dijo bruscamente a su hijo:

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