… En Stalingrado plantearse la cuestión de Dios vale tanto como negarlo. Tengo que decírtelo, querido padre, y ello es para mí doblemente penoso. Me educaste tú, pues faltaba mi madre, y siempre me pusiste a Dios ante los ojos y ante mi alma.
Y lamento doblemente mis palabras, porque éstas pudieran muy bien ser las últimas, y después de esto es posible que no pueda decir ya nada que sea capaz de ponerme a bien contigo y desenojarte.
Tú eres cura de almas, padre, y en la última carta que se escribe se dice sólo aquello que es verdad o bien lo que uno cree que podría serlo. He buscado a Dios en todos los embudos, en todos los rincones, en todos los camaradas, cuando estaba echado en mi hoyo y lo he buscado en el cielo. Cuando mi corazón le llamaba a gritos, Dios no se dejó ver. Las casas estaban destruidas, los camaradas eran tan valientes o tan cobardes como yo, había hambre y crimen en la tierra y del cielo caía fuego y llovían bombas; sólo Dios estaba ausente. Escribo esto una vez más y sé que es espantoso y que no puedo remediarlo. Pero si, en efecto, hubiese un Dios, lo habría sólo entre vosotros, en los libros de cánticos y rezos, en las sentencias piadosas de sacerdotes y pastores, en el son de las campanas y en el aroma del incienso. Pero no en Stalingrado; en Stalingrado, no.