Los Lanzallamas

EL HOMICIDIO

A la una de la madrugada Erdosain entró a su cuarto. Encendió la lámpara que estaba a la cabecera de su cama, y a la luz azul que filtraba la caperuza del velador descubrió dormida, dándole las espaldas, a la Bizca. El embozo de la sábana se encajaba en su sobaco, y el brazo de la muchacha se encogía sobre el pecho. Su cabello, prensado por la mejilla, castigaba la funda con pincelazos negros.

Erdosain extrajo la pistola del bolsillo y la colocó delicadamente bajo la almohada. No pensaba en nada. Barsut, el Astrólogo, la mancha de sangre filtrándose bajo la puerta, todos estos detalles simultáneamente se borraron de su memoria. Quizás el exceso de acontecimientos vaciaba de tal manera su vida interior…, o una idea subterránea más densa, que no tardaría en despertarse.

Se desvistió lentamente, aunque a instantes se detenía en ese trabajo para mirar al pie de la cama los vestidos de la muchacha, desparramados en completo desorden. La puntilla de una combinación negra cortaba con bisectriz dentada la seda roja de su pollera. Una media colgaba de la orilla del lecho en caída hacía el suelo.

Murmuró, displicentemente:

—Siempre será la misma descuidada.

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