Los Lanzallamas

UNA HORA Y MEDIA DESPUÉS

Simultáneamente, en los subsuelos de casi todos los diarios de la ciudad.

Los crisoles del plomo desplazan en la atmósfera nublada, que se aclara junto a las lámparas del techo, curvas de aire recalentado a cincuenta grados. Silban las mechas verticales de las fresadoras mordiendo páginas de plomo. Una lluvia de asteriscos de plata golpea las gafas de los operarios. Hombres sudorosos voltean semicirculares planchas, las colocan sobre burros metálicos y rebajan con buriles las rebabas. Altas como máquinas de transatlánticos, las rotativas ponen en el taller el sordo ruido del mar chocando en un rompeolas. Vertiginosos deslizamientos de sábanas de papel entre rodillos negros. Olor de tinta y grasa. Pasan hombres con hedor de ácido sulfúrico. Ha quedado abierta la puerta del taller de fotograbado; de allí escapan ramalazos de luz violácea.

Se está cerrando la edición de medianoche. El Secretario, en mangas de camisa y un cigarrillo apagado colgando del vértice de los labios, de pie junto a una mesa de hierro señala a un operario de blusa azul en qué punto de la rama debe colocar la composición. Silban velados en nubes de vapor blanco los equipos de prensas, al estampar los cartones de las matrices. El Secretario va y viene por el pasadizo que dejan las mesas cargadas de plateadas columnas de plomo.

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