Los Lanzallamas

Lo pintoresco surge frecuentemente en el encaramelarse del autor con algunos giros y palabras de su jerga habitual: los muros son “encalados”; los que sirven, “menestrales” y “menestralas”; los inescrupulosos, “rufianes”, “traficantes”, “canallas”, “bergantes”; el abogado, “jurisconsulto”; la mugre es “más sucia que un muladar”; el ambiguo o huidizo, “más esquivo que un mulo”; el interés “encuriosa”; el vidrio “encristala”; la pollera “se arremolina”. Se podría seguir con largas listas, pero sólo señalaremos, para concluir, algún trozo descriptivo donde el escritor es casi totalmente expresionista: “Algunos techos pintados de alquitrán parecen tapaderas de ataúdes inmensos. En otros parajes, centelleantes lámparas eléctricas iluminan rectangulares ventanillas pintadas de ocre, de verde y de lila. En un paso a nivel rebrilla el cúbico farolito rojo que perfora con taladro bermejo la noche que va hacia los campos” (Op. cit., pág. 136).

Estamos ante una novela inusitada, desigual y que, a pesar de todo, cumple aquel precepto de Prosas Profanas al que Roberto Arlt alude en su prólogo: “Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco: cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encintas”.

MIRTA ARLT

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