Nunca tuvo conciencia de cómo se arrastró hasta su cama.
El tiempo dejó de existir para Erdosain. Cerró los ojos obedeciendo a la necesidad de dormir que reclamaban sus entrañas doloridas. De tener fuerzas se hubiera arrojado a un pozo. Borbotones de desesperación se apelotonaban en su garganta asfixiándolo, y los ojos se le volvieron más sensibles para la oscuridad que una llaga a la sal. A instantes rechinaba los dientes para amortiguar el crujir de los nervios enrigecidos dentro de su carne que se abandonaba, con flojedad de esponja, a las olas de tinieblas que deyectaban su cerebro.
Tenía la sensación de caer en un agujero sin fondo y apretaba los párpados cerrados. No terminaba de descender, ¡quién sabe cuántas leguas de longitud invisible tenía su cuerpo físico, que no acababa de detener el hundimiento de su conciencia amontonada ahora en un erizamiento de desesperación! De sus párpados caían sucesivas capas de oscuridad más densa.