Los Siete locos

LA BOFETADA

De pronto alguien se detuvo frente a la puerta de calle. Erdosain comprendió que era él y saltó de la cama. Como de costumbre Barsut golpeaba tratando de no hacer ruido.

Enronquecida la voz, Erdosain le gritó:

—Entra: ¿qué haces que no entras?

Cargando el cuerpo sobre los talones entró Barsut.

—Ahora voy —le gritó Remo mientras el otro entraba al comedor.

Y cuando entró, ya Barsut se había sentado, cruzándose de piernas, dando, como de costumbre, la espalda a la puerta y el perfil en dirección al ángulo sudeste de la pieza.

—¿Qué haces?

—¿Cómo te va?

Cargaba el codo en la orilla de la mesa, pues apoyaba la mejilla en la barba y la luz ponía una rojidez de cobre en la blanca carnosidad de la mano. Bajo las cejas, alargadas hacia las sienes, sus ojos verdes atemperaban la dura vidriosidad en una temperatura de pregunta.

Y Erdosain distinguía su semblante como a través de una neblina de luces titilantes en lo alto, la frente huida con las sienes hacia las orejas puntiagudas, la huesuda nariz de ave carnicera, el mentón chato para soportar tremendos golpes y el prolijo nudo de la corbata negra arrancando del cuello almidonado.

Torpe el timbre de voz, el otro preguntó:

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