Los Siete locos

Si de un hachazo le hubieran partido la columna vertebral, no quedaría más rígido. La garganta se le resecó como si por ella entrara un viento de fuego. Su corazón apenas latía; por sobre los sesos sintió correr una neblina que se le escapaba por los ojos. Caía en el silencio y la oscuridad, se sumergía en la nada por un muelle descendimiento, mientras que la firme parálisis de su carne cúbica subsistía para que la sensación de la pena se estampara más profundamente. Calló, y, sin embargo, él hubiera querido sollozar, arrodillarse ante alguien, levantarse en ese instante, vestirse e ir a dormir en el atrio de alguna casa, en el umbral de una ciudad desconocida.

Enloquecido, gritó Erdosain:

—¿Pero te das cuenta... te das cuenta de lo horrible de esto, de lo espantoso que me has dicho? ¡Yo debía matarte! ¡Sos una perra! ¡Yo debía matarte, sí, matarte! ¿Te das cuenta?

—¡Pero qué te pasa! ¿Estás loco?

—Vos has deshecho mi vida. Ahora sé por qué no te me entregabas, ¡y me has obligado a masturbarme! ¡Sí, a eso! Me has hecho un trapo de hombre. Debía matarte. El primero que venga podrá escupirme en la cara. ¿Te das cuenta? Y mientras yo robo y estafo, y sufro por vos, vos... sí, vos estás pensando en eso. ¡En que te hubieras entregado a un hombre bueno! ¿Pero te das cuenta? ¡Un hombre bueno! ¡Así, un hombre bueno!

eXTReMe Tracker