Los Siete locos

Porque ésta tenía las rodillas de una muchacha a quien el viento soslayaba la pollera mientras esperaba el ómnibus, y los muslos que recordaba haber visto en una postal pornográfica, y la sonrisa triste y desvanecida de una colegiala que hacía mucho tiempo había encontrado en el tranvía, y los ojos verdosos de una modistilla con la pálida boca rodeada de granos que los domingos salía, al atardecer, con una amiga, para bailar en esos centros recreativos, donde los tenderos empujan con sus braguetas sublevadas a las mocitas que gustan de los hombres.

Esta mujer arbitraria, amasada con la carnadura de todas las mujeres que no había podido poseer, tenía con él esas complacencias que tienen las novias prudentes que ya han dejado las manos en las entrepiernas de sus novios sin dejar por ello de ser honestas. Iba hacia él. Tenía las nalgas contenidas por una faja ortopédica, que dejaba libres sus senos ligeramente combados, y sus modales eran irreprochables como los de una señorita educada que sabe razonar, lo cual no le impide dejar que su novio pierda los dedos en el corpiño entreabierto por un olvido.




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