Los Siete locos

Así, no bien hubo recibido la carta, se dirigió a la casa de Barsut. Este vivía en una pensión de la calle Uruguay, cierto departamento oscuro y sucio ocupado por un fantástico mundo de gente de toda calaña. La patrona de tal antro se dedicaba al espiritismo, tenía una hija bizca y en cuanto a los pagos era inexorable. Pensionista que se retrasaba veinticuatro horas en pagarle, estaba seguro que al llegar la noche encontraba sus baúles y trastos arrojados en el centro del patio.

Llegó atardecido a la casa del otro. Precisamente estaba Gregorio afeitándose cuando entró Erdosain a su pieza. Barsut se detuvo pálido, con la navaja sobre la mejilla, luego mirándolo de pies a cabeza a Erdosain, exclamó:

—¿Qué es lo que querés vos aquí?

«Otro se hubiera indignado —comentaba más tarde Erdosain—. Yo le miré sonriendo 'amistosamente', porque me sentía amigo de él en aquellos momentos, y sin decir palabras le alcancé la carta del Ministerio de Guerra. Una alegría inexplicable me mantenía inquieto, recuerdo que estuve un minuto sentado en la orilla de su cama, luego me levanté poniéndome a pasear nerviosamente por la pieza».

—Así que está en Témperley. ¿Y vos querés que vayamos a buscarla?

—Sí, eso es lo que quiero. Y que vos vayas a buscarla.

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