Los Siete locos

Al día siguiente, Erdosain, caminando por las veredas de Témperley, observaba asombrado que hacía mucho tiempo que no gozaba de una emoción de sosiego semejante.

Caminaba despacio. Aquellos túneles vegetales le daban la sensación de un trabajo titánico y disforme. Miraba deleitado los senderos de grano rojo en los parques, que avanzaban sus láminas escarlatas hasta los prados, manteles verdes esmaltados de flores violáceas, amarillas y rojas. Y si levantaba los ojos, se encontraba con aguanosos pozales en el cenit, que le producían un vértigo de caída, pues de pronto el cielo desaparecía en sus pupilas y le dejaba en los ojos una negrura de ceguera, aclarándose el pensamiento en un furtivo mariposeo de átomos de plata, que a su vez se evaporaban, transformándose en terribles azulencos ásperos y secos, ahora en lo alto, como cavernas de azul metileno. Y el placer que la mañana suscitaba en él, el goce nuevo, soldaba los trozos de su personalidad, rota por los anteriores sufrimientos del desastre, y sentía que su cuerpo estaba ágil para toda aventura.

—Augusto Remo Erdosain —tal como si pronunciar su nombre le produjera un placer físico, que duplicaba la energía infiltrada en sus miembros por el movimiento.

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