Los Siete locos

Barsut se encogió de hombros y Erdosain no volvió a preguntar. Quizás él se encontrara algún día y a esa misma hora en una celda oscura mientras que su memoria evocaría en aquel mismo instante el espectáculo de una cancha con piso de polvo de ladrillo, a la orilla del río, y las raquetas reticulando el cielo, de algunas chicas jugando al tenis. Y sin poderse contener exclamó no tanto dirigiéndose a Barsut, como hablándose a sí mismo:

—¿Te acordás? Yo tenía para vos cara de infeliz. No hables. Y vos no sabías lo que yo estaba sufriendo. Ni vos ni ella. Callate. ¿Te pensás que me interesa tu dinero? No, hombre. Lo que hay es que estoy triste. Vos y ella me han llevado a todo esto. No sé ni por qué hablo. Lo único que sé es que estoy cansado. Pero para qué hablar... —Y se disponía a salir cuando el Astrólogo entró. Barsut le revisó las manos con la mirada y el Astrólogo, removiendo la chistera en la cabeza, tomó la lámpara, la apagó y sentándose en un cajón, dijo:





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