Los Siete locos

El Buscador de Oro insistió:

—Eso y los gases asfixiantes es admirable. ¿Se da cuenta? ¡Dejar un botellón de acero en el Departamento de Policía, a la hora que está ese bandido de Santiago! ¡Envenenarlos a todos los «tiras» como ratas! —Y lanzó una carcajada tan estentórea que tres pájaros se desprendieron en un gran vuelo de arco de un limonero—. Sí, amigo Erdosain, usted es un coloso. Peste y cloro. ¿Sabe que revolucionaremos esta ciudad? Ya me lo imagino ese día, los comerciantes saliendo como vizcachas asustadas de sus madrigueras y nosotros limpiando de inmundicia el planeta con una ametralladora. Doscientos cincuenta tiros por minuto. Una papa.

Y después cortinas de cloro o de fosgeno... ¡Ah!, habría que publicar en los diarios sus proyectos, créame...

Erdosain interrumpió el panegírico con esta pregunta:

—¿Así que usted encontró el oro, no?... el oro...

—Supongo que no creerá en esa novela de los «placeres».

—¿Cómo novela? ¿Así que el oro...?

—Existe, claro que existe... pero hay que encontrarlo.

Tan profunda era la decepción de Erdosain, que el Buscador de Oro agregó:

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