Los Siete locos

—Debe ser una perversa —pues había reparado que bajo la toca verde, el cabello rojo de Hipólita se alisaba a lo largo de las sientes en dos lisos bandos que cubrían la punta de sus orejas. Volvió a observar sus pestañas fijas y rojas y los labios que parecían inflamados en la sonrojada morbidez del rostro pecoso. Y se dijo: —¡Qué distinta a la de la fotografía!

Ella, detenida ante él, le observaba como diciéndose:

—Este es el hombre —y él, inmediato a la mujer, sentía su presencia sin comprenderla, como si ella no existiera o estuviera distante de él por muchas leguas del rumbo interior. Sin embargo, estaba allí y era preciso decir algo, y no ocurriéndosele otra cosa, dijo, después de encender la luz y ofrecerle una silla a la señora, ocupando él el sofá:

—¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.

No terminaba de comprender qué es lo que hacía esa vida implantada de pronto en su desconcierto. Le soliviantaba el alma una ráfaga de curiosidad, pero hubiera querido estar de otro modo, sentirse familiar al semblante de la mujer, cuyas ovaladas líneas tenían algo de rojo del cobre, como esos rayos de sol de lluvia, que en los cuadros de santos brotan en mil haces de entre un pináculo de nubes. Y se decía:

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