A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos, inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril. Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
—¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
—Y, ¿te casaste con Hipólita?..